Negro infinito
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La noche había caído hacía horas, como siempre caía todo en su vida últimamente: su relación, sus sueños, las facturas sin pagar que se apilaban en el escritorio de su departamento vacío. La carretera se extendía ante él como la única salida a un laberinto de deudas y promesas rotas, mientras las luces de la ciudad quedaban atrás, tragándose los últimos vestigios de una vida que se desmoronaba como un castillo de naipes.
El volante temblaba entre sus manos sudorosas, igual que temblaba su voz esa mañana cuando su jefe le dijo que la empresa necesitaba “reestructurarse”, una palabra bonita para decir que ya no lo necesitaban, que quince años de lealtad valían menos que los números en una hoja de cálculo. El motor rugía bajo el capó, ahogando momentáneamente el eco de la última discusión con Ana: “Ya no te reconozco”, le había gritado ella, “te has vuelto una sombra, un fantasma de quien eras”. Tenía razón, por supuesto. ¿Cómo podría reconocerlo si ni él mismo se reconocía ya en el espejo?
“I see a red door and I want it painted black”, tarareó amargamente, recordando cómo solían bailar esa canción en la sala de su primer apartamento, cuando el futuro parecía tan brillante como las estrellas que ahora la contaminación lumínica había borrado del cielo. La hipoteca de la casa que nunca podrían pagar, los sueños de formar una familia que se evaporaban como el humo del último cigarrillo que ella había aplastado antes de cerrar la puerta, llevándose consigo diez años de "tal vez mañana será mejor".
Cada curva era una daga de adrenalina que cortaba el aire, pero el verdadero dolor venía de más adentro, de las miradas de lástima en el supermercado cuando pagaba con la tarjeta de crédito casi al límite, del silencio en las reuniones familiares cuando todos evitaban preguntar por su situación, de la vergüenza de ver a sus amigos avanzar mientras él se quedaba estancado en un presente cada vez más oscuro.
“No colors anymore, I want them to turn black”, susurró al vacío del asiento del copiloto, donde antes viajaban risas y planes de futuro. El viento cortante que se colaba por las ventanas traía el olor de la libertad, pero también el de la desesperación. Los recuerdos lo golpeaban como bofetadas… el café que ya no podía permitirse en las mañanas, el gimnasio al que había dejado de ir porque cada peso contaba, las llamadas que no contestaba porque estaba cansado de mentir diciendo que todo iba bien.
Cerró los ojos un instante mientras el coche seguía su curso, y vio pasar toda su vida como una película en blanco y negro:
El título universitario que colgaba en la pared de un trabajo que ya no existía, las fotos de Instagram de sus compañeros en vacaciones mientras él calculaba si podría pagar la luz este mes, el anillo de compromiso que seguía en su cajón porque ¿cómo proponer matrimonio cuando no puedes ni mantenerte a ti mismo?
“Maybe then I'll fade away and not have to face the pain”, murmuró, las palabras mezclándose con el rugido del motor y el sonido de las notificaciones del banco que había silenciado en su teléfono. La velocidad era su única amiga ahora, la única que no juzgaba, no exigía, no recordaba lo que alguna vez prometió ser.
La oscuridad más allá de los faros era tan densa como la depresión que lo había estado consumiendo, gota a gota, recibo tras recibo, rechazo tras rechazo. La adrenalina corría por sus venas como un antídoto contra la monotonía de sobrevivir en lugar de vivir, de existir en lugar de ser. En el asiento trasero, el traje que usaba para las entrevistas de trabajo se mecía como un fantasma, recordándole cada "le llamaremos" que nunca se materializó.
Y entonces, en ese momento de claridad terrible, cuando sus manos dejaron de temblar sobre el volante y el velocímetro marcaba números que harían llorar a su madre —si aún contestara sus llamadas—, una última chispa de consciencia —¿o fue el primer destello de verdadera liberación?— lo hizo aferrarse a la realidad. No por miedo a la muerte, sino por una comprensión súbita y aterradora; la oscuridad que tanto anhelaba ya lo había reclamado hacía tiempo, en cada pequeña muerte diaria, en cada sueño abandonado, en cada "mañana será mejor" que nunca llegó.
No se detuvo, no redujo la velocidad, pero algo se quebró —¿o por fin se arregló?— en su interior. Quizá no estaba listo para desaparecer. O quizá, en ese preciso instante, mientras la noche lo envolvía como un manto de olvido, comprendió que ya había desaparecido hacía mucho tiempo, y esta carrera desenfrenada… esta carrera desenfrenada… era el final.
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