La miríada del Demiurgo

En la negrura prenatal del cosmos, reinaba el vacío platónico, la ausencia absoluta que todo lo devora. Solo el caos impoluto, el depósito primordial del que brotarían los mundos.

Surgieron así, temblando, los primeros átomos, pequeños destellos de potencialidad en la infinita oscuridad. Vagabundos errantes en pos de lo finito, buscando consumarse en estructuras que trascendieran su crudeza elemental.

Fue entonces cuando la mano atemporal del Demiurgo reunió las partículas dispersas en un acto de suprema creación. Y de la nada surgieron las moléculas danzarinas, girando en éxtasis alquímico, átomos abrazándose como amantes antiguos.

En su frenético aquelarre molecular emergió una forma única, un ensamblaje de tal singularidad que trascendía los elementos que le dieron origen. Era la semilla viva, la monada primordial, el huevo cósmico que contenía en potencia todos los futuros despliegues.

Así nació la primera célula, deslumbrante en su desnudez virginal, frágil y etérea como el amanecer. Era el fuego robado de Prometeo, la centella divina que animaría la materia y le infundiría espíritu.

Eco lejano del uno primordial, era esta primera encarnación celular. Portaba en su seno arcano los codones secretos con el árbol de la vida encriptado, esperando el momento de estallar en miríadas de formas exuberantes.

¡Oh ancestral célula madre! Matriz inmaculada e incorrupta, tejedora de la gran telaraña de la vida. Que todos mis himnos te alaben como la gran transmutadora de lo inerte en lo vivo, el vientre nutricio del que todo ha brotado.