El último lazo
El viento frío y una lágrima solitaria la acompañan mientras se enfrenta a la realidad de que el mundo de sus nietos ya no tiene lugar para ella. En un acto de resignación, la abuelita se aferra a los recuerdos, conscientes de que algo vital se le escapa.
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El viento frío del último día del año [31 de diciembre de 2045] me acaricia el rostro, tan áspero como la tierra que he trabajado toda mi vida. Me encuentro sentada en una vieja mecedora que rechina cada vez que me muevo, mirando a mis nietos reírse y hacer gestos extraños, como si estuvieran contándose secretos. Me cuesta verlos bien; mis ojos cansados apenas pueden distinguir sus caras. Mis nietos se ven felices, sus expresiones iluminadas de una manera que no entiendo. Dicen que llevan un cordón neural, un implante en la nuca que les permite “hablar” entre ellos sin decir una sola palabra.
No necesitan mover los labios, no se miran directamente, y aun así, parecen entenderse perfectamente.
He oído que pueden comunicarse con la mente, que sus pensamientos viajan entre ellos como los pájaros en el viento. Para ellos, es normal. Ríen, sus ojos brillan, y yo me quedo callada, preguntándome cómo será vivir en un mundo donde las palabras no son necesarias. Para mí, las palabras siempre lo han sido todo. Con ellas reí, peleé, canté, lloré... Con palabras se expresan mis oraciones y también mis recuerdos de cuando la vida en este campo era simple, difícil, pero entendible.
Una lágrima se desliza lentamente por mis mejillas. No es una lágrima de tristeza ni de alegría, es una lágrima de resignación y de extrañeza, de estar en medio de algo que ya no comprendo. Yo solo sé de la tierra, de los amaneceres de Hidalgo, del olor a maíz y a frijol, de los cantos del gallo y del lamento del coyote en la noche. Mis manos, endurecidas por años de trabajo, me recuerdan que este cuerpo fue moldeado para una vida en la tierra, no para el mundo que mis nietos ahora habitan.
Ellos están aquí, conmigo, en cuerpo, pero siento que están lejos, en un lugar al que no puedo seguirlos. Me ven, intentan explicarme con paciencia, pero sus palabras suenan tan extrañas, como si hablaran en un idioma que ya no alcanzo a comprender. Para ellos, esta vida de implantes y tecnología es natural; para mí, es un misterio impenetrable, algo fuera de mi alcance.
Y así, mientras los observo sumergidos en su mundo silencioso, me doy cuenta de que estoy sola en el mío, rodeada de recuerdos y ausencias. Me aferro a ellos como si fueran el último lazo que me une a esta tierra, a esta vida. Mi hogar, mi campo, la milpa que he visto crecer año tras año, son todo lo que tengo. Ellos parecen llenos de vida, con sus mentes conectadas, y yo siento que se me escapa algo vital, algo que no volveré a recuperar.
Tal vez algún día mis nietos recordarán esta tarde, a la anciana que los observaba en silencio, con una lágrima en su mejilla, y entenderán que esa tristeza era un eco de otra época, de otra manera de entender el mundo.
Por ahora, yo solo puedo quedarme aquí, en esta mecedora, siendo testigo de algo que no puedo tocar, ni ver, ni oír.
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