Edad de Bronce
Edad de Bronce
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Una novela que expande el universo de El Coredor Infinito en colaboración con Mario Alberto Beas.
Un viaje más allá de los límites del espacio-tiempo
El día despuntaba sus primeros rayos en el horizonte, las montañas se alzaban majestuosas e imponentes llenas de sabiduría, el verde se extendía por toda su visión y el viento vaticinaba un día pletórico y lleno de fulgor.
Daryna salió de la choza en la que habitaba, nuevas promesas y sueños revoloteaban junto a su esposo, se estiro dando un gran bostezo, el día había comenzado y las labores no podían demorar más. Su nombre significaba regalo de Dios.
Vestía una túnica con la cintura al descubierto, falda corta y brazaletes que le habían heredado sus abuelos, uno con unos signos o símbolos muy extraños, su abuela le había comentado en sus últimos días de vida que era un objeto de gran valor que había pasado de generación en generación, sin embargo su abuela nunca le había dicho que significaban, solo le comentó que en sus sueños tendría la respuesta. Después de ese platica falleció en cuestión de horas.
Ese día por alguna extraña razón Daryna evoco ese recuerdo, aunque no le dio mucha importancia y siguió con su día normal.
Por otra parte su esposo Andriy, un hombre corpulento, varonil, fuerte y guerrero comenzó el día que de inmediato se incorporó a sus labores cotidianas, eso era realizar armas. Unas con una peculiar aleación entre cobre y estaño, dando como resultado un metal más duro y resistente a las inclemencias del tiempo, habían descubierto el bronce.
Llevaba el pecho descubierto, con una falda de lana, con unas sandalias desgastadas. Giró hacia donde estaba ella y sin decir alguna palabra sonrió, ella, inigualablemente era el amor de su vida, él daría todo por estar a su lado, estaba completamente enamorado y a la par el sentimiento de Daryna era reciproco.
Se dieron un abrazo, uno que esperaran que fuera eterno, un abrazo donde las palabras no alcanzaban a englobar todo ese amor que en ellos despertaba el estar unidos, juntos, en ser eternos.
El calor los invitaba a regresar a la choza, el perfume saturaba toda lógica, y esos labios llevaban al paroxismo entre caricias, orgasmos y besos. Aunque ahora era tiempo de hacer otros deberes, así que sin más se despidieron con un pletórico beso.
Andriy observó que hacían falta minerales así que se encaminó con un pequeño grupo de lideraba hacia la mina donde extraían la materia prima. Y mientras caminaba sentía algo extraño, algo que no lo dejaba tranquilo, como si de un evento se tratase, aunque al final de todo no le dio importancia y prosiguió su camino.
Entraron a la mina y un halo misterioso se cernía, no dudo y cruzó el umbral para alentar a su cuadrilla para que lo siguiera, estaban por llegar al lugar, cuando inesperadamente optó por desviarse de la ruta y explorar. Nadie se opuso a su decisión, pero algo extraño los estaba vigilando, una presencia que no sabían cómo interpretar, aunque se sentía en el ambiente y al caminar. La temperatura descendió drásticamente, en ese momento habían arribado a un lugar desolado…
Las rocas estaban cubierta por una serie de marcas antiguas, talladas con una precisión que desbordaba la comprensión de aquellos hombres.
En una roca, una figura parecía estar recolectando las estrellas, no con las manos, sino con los ojos. Sus brazos se extendían hacia un infinito sin fin, y sus dedos no tocaban la piel de la roca, sino que se sumergían en la oscuridad misma, como si deseara atrapar la esencia del universo.
A su vez la delicada Daryna comenzaba a realizar la recolección de unas plantas, vegetales, y algunas frutas de temporada. También prepararía a algún animal para el banquete principal, en Vysotskaya (una cultura asentada cerca de la aldea de Petrykiv al sur de la ciudad de Ternopil, oeste de Ucrania), cada año se realizaban las festividades del ciclo lunar. Sin embargo cada pensamiento se fue desdibujando en su interior mientras se acariciaba el vientre, al ver cómo un grupo de hombres llegaban corriendo mientras cargaban a su marido diciendo que había caído inconsciente.
—¿Andriy? ¿Andriy? ¿Andriy? ¿Qué le ha pasado? ¡Responde! —profirió con una voz que le desgarraba hasta le medula ósea. Comenzó a temblar y de las mejillas corrieron lagrimas que no podía controlar. Lo agarra por los hombros, sacudiéndolo, su voz quebrada por el miedo.
Uno de aquellos hombres, con la respiración entrecortada, solo respondió:
—Había... algo extraño en la mina. Una pintura... algo que no podíamos entender. Todo estaba bien, hasta que... todo cambió. No puedo explicarlo, pero…
Se perdió la voz del hombre. Daryna estaba experimentando disociación cognitiva, no estaba prestando atención, su corazón estaba palpitando al borde del abismo, sintiendo como cada fibra de su ser se desgarraba al verlo inerte. Los hombres y mujeres presentes la rodearon, pero todo su mundo se cerró en ese instante, su única realidad era el cuerpo de su amado, frío y pesado entre sus brazos.
—Él... comenzó a comportarse de forma extraña —añadió otro hombre—, hablaba de las figuras en la roca, como si las viera moverse.
El hombre suspiró y, como si reviviera ese momento en su mente, comenzó a relatar lo que sucedió, como si aún estuviera allí, en la oscuridad de la mina.
—Andriy... la temperatura está bajando. Algo no está bien aquí. Debemos volver —susurró su compañero, nervioso.
Los hombres en la sala callaron. El narrador continuó, su voz tensa y quebrada.
—¿Puedes oírlos susurrar? Sus voces... están en las paredes... —murmuró Andriy, sus ojos fijos en la roca.
Pero Andriy no lo escuchaba. Se mantenía en su lugar, mirando las extrañas figuras que comenzaban a formarse en la roca.
—¡Maldita sea, Andriy! El aire... está diferente. Los otros ya se han ido. ¡Vámonos!
—Las figuras... bailan. Se retuercen como serpientes en la roca. Son hermosas... son antiguas...
El compañero se acercó para tirar de él, desesperado.
Su compañero, desesperado, se acercó para intentar arrastrarlo, pero al verlo tan absorto en lo que estaba observando, el pánico comenzó a apoderarse de él.
—¡Por los dioses! Tu piel... está helada. ¡Tus ojos...! ¿Qué estás mirando?
Andriy lo miró, como si finalmente lo viera, pero con una expresión vacía, casi inhumana.
—Ellos siempre han estado aquí... observando... esperando... ¡Oh! ¡Ahora los veo! Veo lo que somos realmente...
El compañero retrocedió, aterrorizado. Pero antes de que pudiera reaccionar, vio algo que lo paralizó.
—¡Tus ojos están sangrando! ¡ANDRIY! ¡NO LOS MIRES!
—¿No lo entiendes? No somos nada... nunca fuimos nada... solo ganado para...
—¡ANDRIY! ¡NO! ¡AYUDA! ¡ALGUIEN...! ¡AYUDA!
Daryna escuchaba con horror mientras el minero terminaba de contar lo sucedido. El resto del grupo lo había encontrado ya desplomado, con el compañero gritando su nombre, intentando sacarlo del trance. Pero ya era demasiado tarde.
Desgarrada por la pena, abrazó a su esposo, su cuerpo sin vida todavía cálido. Lo rodeó con sus brazos como si su amor pudiera traerlo de vuelta. Las lágrimas caían sobre su pecho, donde él había colocado su corazón tantas veces en vida. Pero no había nada que hacer. La oscuridad que se cernía sobre la pintura había reclamado a Andriy.
Esa misma noche oscura, cuando la luna nueva ascendió en el cielo como testigo silencioso y algunas antorchas funcionaron como acentos cálidos, Daryna sintió el peso ineludible del destino, uno tejido en los hilos más profundos de su alma. Se tumbó junto a él, acurrucándose como si su abrazo pudiera resucitar el calor perdido, como si al entrelazar sus cuerpos pudiera negar la cruel realidad. No era simplemente la vida lo que estaba perdiendo, sino la esencia misma de todo lo que había conocido, y aun así, en su dolor, encontró una última chispa de consuelo.
Si moría, lo haría junto al hombre que era su mundo. Cada lágrima, cada susurro, cada latido se fundió en ese instante sagrado.
Cuando cerró los ojos por última vez, la fría niebla nocturna la envolvió lentamente, como una promesa rota en la soledad. Pero mientras el silencio se apoderaba de su respiración, supo que el amor que habían compartido, tan sempiterno como las montañas que los rodeaban, había traspasado las fronteras de la muerte.
Y aunque sus cuerpos descansarían bajo la tierra, sus almas danzarían juntas en la eternidad, libres, unidas por un lazo que ni siquiera el tiempo, en su cruel inmensidad, podría deshacer.
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