Danza de la metamorfosis
Al igual que el Ginkgo, cada ser consciente en este vasto universo encara sus propias transmutaciones, instantes cruciales en los que optamos por abrazar la luz cósmica, permitiendo que nos guíe hacia una consciencia expandida, hacia una nueva forma de ser y percibir.
En un rincón de China, un ancestral Ginkgo se yergue como centinela del tiempo inmemorial. Sus hojas, otrora de un verde vibrante, se transmutan ahora en delicados palimpsestos áureos, narrando con su metamorfosis las crónicas de un universo en perpetuo devenir.
Cada fotón que atrapa en su danza cósmica con el astro rey es un eco cuántico de su existencia milenaria. En este diálogo etéreo, el Ginkgo indaga:
—¡Oh, radiante Sol, núcleo de nuestro sistema! Cada alba que despierto bajo tu fulgor, siento cómo mis palmas bilobuladas absorben tu esencia, transfigurándose en áureas reliquias de vida. ¿Es tu luz la alquimia que me transmuta?
Y el Sol, en su sabiduría estelar, responde:
—Venerable Ginkgo, mi radiación es apenas un catalizador de lo que ya mora en las profundidades de tu ser. Es tu esencia la que convierte cada cuanto de luz en gnosis, en cromatismo, en metamorfosis sublime. Sin tu presencia, mi energía sería un canto en el vacío, carente de resonancia y significado…
Mientras el diálogo celestial se desvanece en el aire otoñal, el Ginkgo siente el cambio de estación en cada fibra de su ser. El viento, ahora más fresco, susurra secretos de transformación entre sus ramas. Sus hojas, receptoras de la sabiduría solar, comienzan su lenta danza hacia el suelo.
A medida que sus hojas se desprenden, no se desvanecen en la nada; se reintegran al ciclo perpetuo de la existencia. Cada hoja caída es una semilla de renovación, cada desprendimiento es la génesis de un renacimiento.
En su corteza, una pequeña abeja se posa, buscando un refugio entre sus arrugas. Con curiosidad, parece contemplar el vasto panorama del ciclo de la vida.
La abeja, como si comprendiera el dilema existencial del árbol, zumba en respuesta, dejando un aleteo de empatía antes de alzar el vuelo. Su presencia efímera deja al Ginkgo reflexionando sobre la naturaleza de su existencia, atrapado entre el deber de perdurar y el anhelo de trascender.
Antes de perder su última hoja, el Ginkgo tatuó un poema en las entrañas de su corteza:
Soy el fósil viviente, el vínculo sutil entre lo efímero y lo eterno.
Mis raíces se hunden en el tiempo primigenio,
mientras mis ramas se extienden hacia lo infinito.
En este interludio otoñal, mis hojas flabeladas se convierten en pergaminos dorados,
inscribiendo con su caída la sabiduría de la existencia.
Cada fotón que atrapo en mis cloroplastos moribundos es un eco del Big Bang,
y cada pigmento que revelo es un fragmento del gran manuscrito cósmico.
Soy testigo y partícipe de la danza universal entre la entropía y la negentropía.
Mis hojas, al desprenderse, no mueren; se reintegran al ciclo eterno de la materia.
En mi senescencia anual, soy un oráculo de la resiliencia,
una reminiscencia de que la verdadera trascendencia yace en la aceptación del cambio
y en la comunión con el todo.
Soy más que un árbol; soy un portal entre lo visible y lo invisible,
entre lo tangible y lo metafísico,
entre el ser y el devenir.
En el fulgor del cambio, la luz se transforma,
y en la escala de grises, resplandece la esencia de lo inefable,
una invitación a la metamorfosis que infunde vida y color en cada rincón del alma.
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